Los hambrientos. Crítica.





Crítica:


La película del canadiense Robin Aubert (2017) ocupa el mismo lugar semántico que A Quit Place de John Krasinski (2018) y ambas beben de 'It Follows' de David Robert Mitchel (2014), que es uno de los nuevos cineastas empeñados en demostrar que el miedo no se consigue solo con movimientos al estilo futurista, ni con sonidos que acentúan los momentos climáticos, ni con la aceleración del ritmo, sino con la quietud, el silencio o la tranquilidad, aunque, eso si, los ruidos aumenta la agresividad de los pacíficos, al menos en apariencia. al constituirse en la causa que interrumpe la paz de quienes han pasado a mejor vida, desde el punto de vista metafórico o real. Narciso Ibañez Serrador, en su serie televisiva 'Historias para no dormir', que se emitió entre el 4 de febrero de 1966 y 1968, una saga a la que siguió un nuevo proyecto en 1970, 'Historias para pensar', que retiró el autor por considerarlo pedante y algunos coletazos de la franquicia en las décadas siguientes, abordaba ya esta forma de representar el miedo. En uno de estos capítulo, Narciso Ibáñez Menta, padre del realizador, protagonizaba la historia de un relojero que dormía rodeado de montones de estos artilugios destinados a medir el paso del tiempo que llamamos relojes, hasta que una noche se pararon todos y despertó aterrado, presintiendo que un grave peligro lo amenazaba.

Como hizo en su día David Robert Mitchel, Robin Aubert hace avanzar el modo de representación del género de terror rindiendo homenaje a sus grandes maestros del pasado, y en especial a John Carpenter. invirtiendo, como hemos dicho antes, los recursos utilizados por sus camaradas de profesión para producir espanto: los silencios que crean tensión frente a una cámara nerviosa afectada por una especie de baile de San Vito, las cámaras que escudriñan los rincones oscuros asustadas, saltan sobre su propio eje e incluso giran en ocasiones sobre sí mismas; una parálisis casi total de la acción que implica quietud expectante,  una música, escasa  pero de gran fuerza diegética, y bruscas y repentinas aceleraciones de la imagen compensadas con planos largos en los que el espectador  no ve absolutamente nada, excepto a los personajes, de espaldas, dirigiéndose a los bosques, evitando hacer ruido, y deteniéndose como estatuas cuando se topan con un grupo de muertos vivientes inmóviles ante enormes piras que se alzan hacia el cielo, formadas por muebles y otros enseres domésticos viejos, sin que en ningún momento, ni personajes ni espectadoras entiendan bien el objeto de esta especie de torre de Babel hecha de trastos.

Robin Aubert es deliberadamente oscuro, esconde tanto su background y busca de tal manera la cooperación de su público para construir la diégesis, que unos espectadores, que según Javier Gómez Tapia, han olvidado que su mirada esta siendo dirigida por un discurso con voluntad de persuasión están dispuestos a seguirle el juego hasta el final. Dos o tres pequeñas claves le permiten deducir el subtexto del film, pero estamos más convencidos que nunca de que, al hecho de que el espectador sea en todo momento consciente de que se halla ante una ficción, ante una representación, lo convierte en agente de su propio discurso, que se construye mediante la confluencia de su experiencia personal, y por tanto individual, y el espectáculo ficcional, el lugar donde se construye el discurso final, el de la lectura de los espectadores contemplados en su singularidad. Lo cierto es que el canadiense se lo pone muy difícil.

Hemos andado juntos durante 103 minutos y casi desde el primero hemos pasado miedo, especialmente cuando hemos visto en la lejanía una mujer que toma de la mano a su niña, iluminadas ambas, situadas donde se pierde la vista al final de un largo camino, quietas y espeluznantes. Si esta imagen nos da miedo, desde que vimos a las dos niñas de 'El resplandor' de Stanley Kubrick, es porque ciertos cineastas han introducido modelos cognitivos que hoy ocupan su hueco en el imaginario colectivo y nos hablan de otro tipo de terror: el que produce la quietud, el frío, la inmovilidad, cualidades propias de los muertos, aunque aquí también se les haga correr, como en alguno de los casos que hemos citado al principio. (1)

La secuencia final nos situará en un no man's land , una tierra de nadie, sin saber qué dirección tomar, si integrarnos entre los muertos-vivos  o los vivos-muertos, una decisión en la que Robin Aubert ha decidido no tomar partido. Un film muy aconsejable que introduce al espectador en el género renovado de terror, que alcanzará un alto grado de efectividad en 'A Quiet Place'.



(1) El espectador frente a la pantalla: Percepción, identificación y mirada.

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