Josph L. Mankiewicz. La Huella





Hasta qué punto los nuevos medios de comunicación han alienado a los hombres de cualquier país, mediante la generalización de debates sobre hechos que se suceden con rapidez y que imponen la inmediatez y la escasa reflexión sobre lo que está sucediendo, lo pone en evidencia el que un hombre republicano y conservador como Joseph L. Mankiewicz, en 1972, realizara un film, La huella, basada en una obra de Anthony Schaffer, Frenesí, que hoy le aseguraría un puesto entre los directores más progresistas. La penetración en la idiosincrasia de la clase aristocrática inglesa es tan profunda que cualquiera de nosotros puede reconocer los argumentos que Andrew Vikey (Lawrence Olivier) utiliza, pues todos los hemos oído alguna vez.

Este hombre es un conocido escritor de novelas policiacas y un jugador empedernido que ha convertido su casa en un museo del fetichismo; descubre que su mujer, Margerite, de la que se habla mucho pero nunca se ve, tiene un romance y le piensa abandonar con un peluquero de origen italiano, Milo Tindle (Michael Caine) y lo invita a su casa. La entrada en la mansión es ya inquietante; para acercarse al escritor Milo debe atravesar un curioso laberinto, tan rectorcido e intrincado como su dueño, lleno de animales y figuras muy toscas y nada agradables, al final del cual esta el 'minotauro'; Milo aspira a relacionarse con esta gente, pero sus alas, como las de Icaro, se demostrará que son de cera. Andrew trama algo y mientras su contrincante se acerca se oye una grabación con la voz del escritor en la que éste pone en boca de uno de sus personajes que si se comete un crimen y el asesino vuelve pisando por donde has venido no deja huellas.

Desde el primer momento Andrew intenta desempoderar a su contrincante y le ilustra acerca de que la novela policiaca es la recreación normal de las mentes nobles, cita de un tal Dopple. Somete a Milo a un auténtico interrogatorio sobre el origen de su familia, algo que suelen hacer los que están muy seguros de su rancio abolengo, y le sonsaca que es hijo de un emigrante italiano, Tindolini, que ha cambiado su nombre por Tindle para favorecer la integración de su familia, mientras él consume su vista arreglando relojes para dar a sus hijos una educación de segunda categoría, pensando que era su deber para sus descendientes y el mundo anglosajón que lo había acogido.


Andrew, que desprecia a todos aquellos que considera inferiores, tras advertirle que su mujer es muy cara, le propone el robo de unas joyas muy valiosas que tiene en la caja fuerte y su posterior venta a un perista, de manera que el peluquero se quedará con la ganacia de la venta y él cobrará el seguro; de este modo él se libra de su mujer, pues tiene una amante, y el otro podrá mantenerla. Pero este hombre fetichista, que tiene la casa llena de muñecos y todo tipo de juegos que no pronostican nada bueno, le obliga a simular el robo de la forma más humillante, vistiéndolo de payaso, con unos zapatos enormes e imponiéndole el destrozo de la ropa íntima de su mujer, sustituta de su persona, en la que descarga toda su ira. Con el desparpajo desvergonzado del que se siente inmune mantiene la teoría de que los crímenes que comete la aristocracia no tienen consecuencias porque en Inglaterra los jueces respetan más la propiedad que a las personas.

Ya absolutamente abatido Milo, lo zahiere con escarnio, le llama payaso llorón italiano, y le confiesa que no puede soportar que un hombre que no es de su clase, un advenedizo, un figurón, sea más atractivo para las mujeres que él. De nada sirve la congoja de su víctima. En su soberbia desprecia a cualquier hombre que ejerce una profesión decente y vive de ella (policías idiotas, jardineros chismosos...); su lema es que la forma de llegar al corazón de un hombre es la humillación, test de resistencia digna que prueba que muchos que simulan señorío esperando una buena acogida, no pueden engañar a nadie porque la buena cuna, la autoridad se lleva en la sangre, es de crianza y no se puede adquirir.

Pero Milo no es tonto y le da la vuelta al juego; más perspicaz e inteligente que él, porque desde niño ha debido luchar por su supervivencia, ha creado una cadena de salones de belleza con su sólo esfuerzo y no quiere seguir jugando a perder como su padre, en un combate con un amateur de la vida; no juega a ningún juego por deporte y menos al juego de la humillación, pues de eso sabe bastante. El juego se repite una vez más y se desvela que Andrew es impotente (de ahí su fetichismo ) y que sus novelas policiacas son la normal recreación de mentes ignorantes, atrasadas, retorcidas e innobles como la suya. Pero Milo no había tenido en cuenta la maldad de un hombre soberbio acorralado, que, como la historia ha demostrado muchas veces, acaba cometiendo auténticos crímenes; cuando esto suceda ni jueces ni policías podrán mirar a otra parte y el villano deberá saldar sus deudas con la sociedad.

En un único escenario escenario, la casa de Andrew y sus jardines diabólicos y laberínticos, Mankiewicz representa un magistral duelo interpretatito entre dos actores que soportarán todo el peso de la trama: Lawrence Olivier y Michael Caine. El enfrentamiento entre los dos hombres se produce por una mujer, que sólo aparece en pantalla a través de una pintura que la representa, y que, según el marido es una caprichosa, derrochadora y mala mujer, pero es suya. En la menos teatral de sus películas y una de las obras maestras del director, la mujer frívola y superficial que se mueve en este ambiente, sale muy mal parada, sin que ni siquiera el espectador pueda tener el menor juicio interpretativo sobre ella; es sólo eso, el oscuro objeto del deseo de los hombres, invisible como ser humano y trofeo del ganador.
Es un filme que, aunque desagradable, todo el mundo debiera ver y no olvidar nunca que una ideología basada en la superioridad de una clase sobre otra y el desprecio del mundo del trabajo ha reportado grandes males a la humanidad. En 2007 Kenneth Branagh hizo un remake con Michael Caine, como Andrew, y Jude Law como Milo.



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