El otro lado de la esperanza.




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Comentario:


En ocasiones anteriores, al hablar del cine  de Aki Kaurismäki, hacía hincapié en la importancia que estaba adquiriendo el cine finlandés que vive momentos muy interesantes que exigen que le prestemos atención. Directores como Jalmari  Helander o Aki Kaurïsmaki, con sus filmes Rare export: un cuento gamberro de Navidad o El Havre han conseguido grandes espacios en las revistas de cine especializado, y lo cierto es que no sin razón. Aki Kaurismäki hace un retrato de la sociedad finlandesa, desconocida en el Sur de Europa, a finales del siglo XX, que estremece por la desolación y la precariedad en que viven sus habitantes, ocultando la miseria tras la máscara de la dignidad. Da escalofríos pensar cómo estarán soportando la actual crisis, si ya en los noventa apenas podían supervivir. Cuando en 2017 asistimos a la proyección de 'Al otro lado de la esperanza',  nos viene a la memoria el modesto matrimonio de Ilona y Lauri que habitan un pequeño apartamento con escasos muebles: un pequeño sofá, una librería y una televisión de tubos catódicos, que han comprado a plazos.

Ilona es maitre de un restaurante, (al parecer una obsesión del cineasta), de sabor nostálgico, al que acuden parejas engalanadas con ropas ostensiblemente baratas, mientras al piano interpreta una canción de  Shelley Fisher, autor del score del film; Lauri conduce un tranvía, y al terminar la jornada laboral ambos regresan juntos a casa y disfrutan de una copa sentados en su sofá frente al televisor. La modernización de la economía finlandesa, que suprime puestos de trabajo innecesarios, como el de maitre o receptor de los clientes en la puerta, y líneas de servicios públicos poco rentables,  deja al matrimonio en la calle. El argumento que da el empresario a Ilona cuando la despide es muy inquietante: la mujer tiene 38 años y el nuevo jefe da como argumento para su despido el de que puede morir en cualquier momento. ¿Es ésta una sociedad desarrollada?  Kaurismäki, al que le gusta rodearse de gente corriente, no contempla un final dramático, sino muy al contrario, un happy end en el que las capacidades y destrezas adquiridas por Ilona en su vida laboral le permiten montar un restaurante, con la ayuda económica de su antigua jefa, recogiendo a ocho empleados, ocho antiguos compañeros del decadente establecimiento en el que trabajaban. Deja que entre en ese panorama asfixiante un  poco de aire fresco, la esperanza de que las modestas aspiraciones emprendedoras y autónomas se abran camino, después de fracasar  en el intento de ponerse de nuevo al servicio de empresarios explotadores y sin ideas y de no recibir ninguna ayuda de las entidades bancarias. Estos elementos que definen a la gente corriente finlandesa están presentes en el último film de Kaurismäki, en el que están presentes  esas gentes corrientes pero solidarias.

En Le Havre, (2011), convierte a su protagonista en un monumento al ser humano y la solidaridad, y demuestra lo poco que necesita el hombre para vivir si es poseedor de estas cualidades. Como es habitual en sus películas el hombre corriente, que se arrodilla para limpiar los zapatos de los que están económicamente por encima de él, bien merece al final un milagro, un hecho insólito que aparte las nubes pasajeras. ¿ Por qué no ? El hombre que está agachado para ejercer la función más humillante se coloca en un lugar privilegiado para observar las carencias de los que deambulan por las calles; una cámara subjetiva enfoca sus pies y convierte al espectador en un voyeur, en un mirón de los zapatos baratos y malgastados de la mayor parte de los transeúntes, que acuden a sus trabajos cotidianos o regresan a sus pobres y cálidos hogares, los techos donde nunca falta un vaso de vino, una modesta cama, y el banco más seguro del mundo: una caja de latón no demasiado escondida en la cómoda. El concierto de Litle Bob es un canto a ese viejo rockero que tiene todavía capacidad de convocatoria en el barrio.

En 'El otro lado de la esperanza' de nuevo la solidaridad de la sociedad finlandesa con el expatriado es la protagonista del film; allí donde no llegan las instituciones, encorsetadas por las normas internacionales, está la bonhomía de un pueblo, que prescinde de lujos y que en pleno siglo XXI, una contextualización nada equívoca, de la que se convierte en testigo de autoridad un refugiado sirio, Khaled, interpretado por Sherwan Haji, come y bebe en restaurantes casposos, que no han participado de los excesos de la época de la burbuja, presididos, curiosamente por una enorme fotografía de Jimmy Hendrix. Un empresario que se adapta a todas las propuestas de sus empleados, una nota de humor y calidez humana, permite al espectador hacer un recorrido por la música folclórica finlandesa, muy similar al country norteamericano, el blues más clásico, el baile, el sushi, las albóndigas de pescado, comida italiana... Ahora lo que estimula la fraternidad de gentes de origen muy diferente (empleados, pequeños empresarios, policías...) es la ayuda a un refugiado que ha perdido a su familia, que desconoce el origen de las bombas que le han arruinado la vida, (el gobierno, los rebeldes, los rusos, los americanos, Daesh...), y que apenas tiene definidas sus tendencias religiosas, aunque sabe que no es ateo. Al otro lado de la esperanza le espera la intolerancia de los fascistas finlandeses que quieren limpiar su país de extranjeros.

Una de cal y otra de arena. Sobriedad de la imagen y de la puesta en escena, combinada con la buena música, el humor, el gesto comprometido. Alguien ha gritado al comienzo de la película, insultando a los dos hombres recogidos en un hogar para refugiados, en cuanto se han puesto a hablar en árabe (subtitulado por supuesto) y con toda probabilidad ha acabado avergonzado al término del film, esperando en su asiento a que se despejara la sala. El film de Kaurismäki contribuye a sacar lo mejor de cada persona, y deja en muy mal lugar a los intransigentes que atacan, en repetidas ocasiones, a Khaled. El realizador finlandés ha sabido contrarrestar la dureza del relato con la cercanía de los músicos y la constante búsqueda del gag divertido, humano y solidario. Nada moñas.




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