Necesito amor. (Tailandia). Crítica




UNA EMPANADA TAILANDESA CONSIDERABLE QUE MEZCLA LA LUCHA DE SEXOS, LA PRESENCIA DEL ÍDOLO QUE TIRA DE LA ECONOMÍA, LA LUCHA DENTRO DEL MUNDO DE LA MODA...


Estamos acercándonos al final del año 2021 aunque el calor, que dificulta nuestra respiración en esta estación del año, parece no haberse dado cuenta y comienza a apretar con fuerza hasta ahogarnos. No digo las grandes, sino las producciones más interesantes parecen haber huido para refugiarse en la sombra, tanto de las salas de proyección, casi vacías, como de las programaciones de las televisiones o de las grandes plataformas, y el mundo, que se había hecho más grande durante la gran pandemia global, como global fue la crisis económica que la precedió, parece retraerse de nuevo ante la huida de las masas a las playas y a refugiarse en la naturaleza enferma que nos rodea. Pero siempre hay algo en que fijarse: Netflix lanza una serie tailandesa que sorprende por la similitud de los gestos de sus habitantes con todos los del sudeste asíático. Le he oido decir a alguien que no le interesa la mirada de la literatura, el cine o la televisión al mundo actual y que prefiere no salir de su zona de confort en la que domina, o cree que lo hace, la forma de hacer, el modo de enfrentarse a la realidad que nos circunda de artífices de otros tiempos en los diferentes modo de representación. 

La película de Sakon Tiacharoen, Necesito amor, milita en el mundo líquido y transversal que amplios sectores están potenciando a escala universal, representado con un estilo indie en el que las hojas impiden ver el bosque, en el que lo que importa es la cercanía, la distancia corta, la escasa contextualización de las historias propias del género, materializadas en un cine caracterizado por el primer plano. Sorprende la similitud de costumbres entre estos países cercanos, que nos ayudan a comprender mejor una cultura y una idiosincrasia tan diferente de la nuestra, que empezamos a conocer mejor durante el encierro que la humanidad padeció en los primeros meses de expansión de la enfermedad cuando nos aproximamos a las series coreanas, las que produce el país que se está situando en la vanguardia de la sociedad también global (la masculinidad suave, el sentido protector del hombre en relación con la mujer, la gastronomía variada, el exceso del consumo de alcohol  una vez terminada la jornada laboral, en el que, en muchas ocasiones, las mujeres acaban siendo trasladas a casa a hombros de sus compañeros, amigos o amantes, el desahogo de los empleados en las terrazas de los grandes edificios que alojan las oficinas...). Las similitudes entre los diferentes países de la zona son tantas que hasta se puede llegar a dudar de lo que se nos muestra, sin embargo, lo que rebelan estas imágenes es las diferencias en el desarrollo dentro del mundo oriental con el que estamos obligados a entendernos.

Necesito amor crea un universo poblado por hombres y mujeres bien vestidos, que trabajan en el mundo de la moda. Muy sofisticadas, con pantalones y vestidos muy cortos y tacones muy alto, ellas; con pelos teñidos por capas decoloradas algunos de ellos, y con un ídolo emergente que apenas puede competir con Hyun Bin, Hunga Hae-in o Lee Min-ho, los grandes representantes, junto a otros muchos del cine coreano, más sólidos, minimalistas, atrevidos y a la vez sobrios. El tema que nos plantea el film es el de los amantes de edades diferentes, -más niños ellos, más maduras ellas -, pero el resultado no es bueno: ellos son auténticos 'bollicaos', de caritas redonditas, victimas de un diseño de vestuario que los aproxima más a estudiantes de High School que a auténticos ídolos; ellas verdaderas leonas, antipáticas y feroces, con unos atuendos que las aproxima a una clase media ociosa y nada combativa y no a las protagonistas de Boys over Flowers. El resultado está más cerca de la telenovela sudamericana, ni siquiera de las series soap norteamericanas, muy alejado de las disputas que desgarran tanto a oriente y a occidente entre los grupos de feministas y los movimientos de liberación gay y trans, y las luchas contra el trato desigual de los seres humanos por su raza, su religión o su edad.

La relación entre los protagonistas es tan naïf, él está tan seguro de sí mismo, de su juventud, de sus logros, y ella es tan desagradable, que cuando ya se ha avanzado en la visión de la mitad de los episodios Sakon Tiacharoen no ha logrado tensar a su público y mantenerlo atento a la pantalla, salvo para ver desfilar a unos cuantos jóvenes bien vestidos, más cerca de los petimetres que de la elegancia sencilla y sin estridencias. No obstante, de acuerdo con los expertos en las teorías de los lenguajes, la diégesis la completa el espectador con su propia experiencia, y, añado, incluso el cineasta o guionista que parece más neutral o equidistante, no puede evitar representar algo de sí mismo en su relato, y revelar su particular visión del mundo que lo rodea. Una experiencia más, que sólo tomará cuerpo real, cuando haya sido comparada con otras historias de este país. Aunque parece incontestable que, si bien los países asiáticos están más avanzados económica y culturalmente de lo que los occidentales quieren creer, todavía hay diferencias notables del desarrollo entre ellos, una cuestión de la máxima importancia cuando estamos entrando de lleno en la nueva era tecnológica. Si eso es algo que carece de importancia para ciertos grupos elitistas es que, verdaderamente, han perdido la perspectiva y no son capaces de ver que la vuelta atrás es imposible.

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