Ojos negros. Nikita Mikhalkov. Crítica
Ficha técnica, sinopsis, lo que se dice (Pinchad aquí)
Ojos negros, ojos apasionados
Ojos ardientes, hermosos
Cómo os quiero, cómo os temo
Tal vez os conocí en un momento maldito
Un film de 1987, cuando la URSS todavía no había caído pero se resquebrajaba; Nikita Mikhaljov, el director de la trilogía de Quemado por el sol, (1994, 2010 y 2011) construye un poema que tiene como protagonistas los escombros de sus pasiones individuales y colectivas. Pone en escena un epitome de la contribución de su pueblo, Rusia a la evolución del cine guiado por cineastas como Eisenstein y su montaje ideológico, pero también de quienes se autoexiliaron como Tarkovski que murió de nostalgia en Europa, añorando su dacha, a su madre y su perro, que está presente en muchos de sus planos, y que, en versión cursi, Mijalkov pone en manos de la mujer amada, la rusa Anna. Vemos al director de 'Solaris' en la creación de profundidad mediante la alternancia de planos de luz y planos de sombra, algo que había utilizado ya Velázquez en Las Meninas, y juega a crear significado con la entrada y salida de campo, o la utilización de planos secuencia narrativos y creadores de sentido. Aunque también embellece su discurso con el cuidado del encuadre, inspirado por Visconti y sus ambientes palaciegos, así como los balnearios y hoteles de El Lido de la ciudad del Véneto, que protagonizaron 'Muerte en Venecia. Otros han querido ver a Fellini en su sentido del humor más bizarro.
Mikhalkov nos invita a una representación de los ideales de un hombre herido (¿Él mismo?), a la que dan paso unas cortinas desleídas que se van iluminando con las luces de un proscenio imaginario. Un espectador entra en escena y poco después la cámara amplía su foco y nos deja ver al doppelgänger de Nikita, un Marcelo Mastroianni maquillado como un mimo, con unos fuertes coloretes en sus mejillas y un pelo engominado, dispuesto a dar paso a un relato en torno a su vida real (una fotografía de su esposa se apoya sobre un vaso) y a la soñada, su Itaca perdida. El cineasta echa mano del mayor efecto de extrañamiento disponible: un protagonista encarnado por un actor representante de la dolce vita italiana, un viajero sempiterno de habitación en habitación, de la que salen mujeres que se tapan el cuerpo con una manta, pero que en su huida lo dejan al descubierto. Pero el Casanova tiene un secreto que comparte con otros hombres: añora a 'la mujer', la persigue por el mundo entero, como su contertulio; está representada por la misma actriz, porque es el ideal que todos persiguen y que probablemente nunca alcanzarán.
El mimo viaja a Rusia y la mira como un espectador situado en la otra orilla. No entiende su lengua, ni tampoco sus ideales, si además le llegan en forma de socialismo utópico, como el del amigo que se empeña en llevarlo a la estación en un carro que no va por los caminos, sino que atraviesa lagos imposibles de navegar con un vehículo semejante, pero también con otro más apropiado. Apenas queda ya agua. En su país, el 'italiano' que solo quiere vender cristales es una parodia delirante del personaje que se aproxima más a Jiri Menzel en su divertidísima película 'Yo serví al rey de Inglaterra', (2008), de un humor ácido y corrosivo, del que no están ausentes las mujeres destinadas a la procreación de descendientes nazis, narrado en un tono festivo, surrealista y con grandes dosis de fantasía y realismo mágico y una gama cromática suave y muy británica que aproxima a los realizadores ruso y checo. Al final el que se ha permitido soñar durante el breve lapsus de una conversación con un hombre tan atribulado como él, un alto en el camino de su verdadero destino, vuelve a su trabajo, un arquitecto reconvertido en camarero de un barco. Y lo hace sin patria a la que dedicar su Oci Ciornie, (que su sueño apunta brevemente en un piano que le sale al paso), en la que queda su pasado y su esposa, y sin el amor de 'la mujer' con la que compartir su vida. Al final, como decía Calderón: "Toda la vida es sueño y los sueños sueños son". Un hombre como tantos, un paisano ruso vestido de italiano amante de la dolce vita, un paria sin tierra, ni mujer, ni hijos, que se dedica a poner platos, vasos y cubiertos en las mesas de un restaurante situado en un barco que como el de la Canción del Pirata de Espromceda simboliza su realidad: su única patria es la mar. Un oximoron, un relato desternillante y bizarro que narra la vida de un hombre al que ya no le queda ni la tierra que debe ser leve para él, ni la mujer a la que aspira, que poco tiene que ver con las que calientan su cama.
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