Graeme Clifford. Frances
Graeme Clifford aborda en Frances (1982) el mismo tema que casi treinta años después ha afrontado Martin Scorsese en Sutter Island:
la lobotomización de hombres o mujeres, fuera cual fuera su actividad,
considerados antiamericanos con el fin de reconducir sus actividades y
domesticar su rebeldía. En esta película Clifford nos cuenta un caso
real, el de la actriz Frances Farmer, que a los veintitrés años debutó
en el cine. Su relato es lineal y dentro de un modo de representación
más institucional, no por ello menos duro que el de Scorsese que
introduce elementos freudianos y oníricos en un personaje profundamente
traumatizado que se inventa un mundo paralelo. Frances siempre supo lo
que quería.
Desde niña militó con gran fuerza de voluntad en el
pensamiento izquierdista. Siendo adolescente fue premiada por una
redacción en la que cuestionaba sus creeencias religiosas; viajó a la
Unión Soviética y colaboró con donaciones económicas con el gobierno
republicano de España, en recolectas tan poco equívocas como la
denominada No pasarán. La
propia madre, una experta dietética sin formación académica, que veía
en la hija una posibilidad de redención personal y disfrutaba en las
fiestas hollywoodienses rodeada de la prensa, colaboró en la traumática
reeducación quirúrgica de su propia hija. El cine se llenaba de imágenes
de las consecuencias de la Gran Depresión que provocó millones de
parados y la actitud de la actriz suponía un peligro para los que veían
a los que protestaban como agitadores y anarquistas. Una imagen
significativa es aquella en la que acude a una gala en Seattle,
y mientras la madre disfruta del glamour y la gloria, ella se asoma por
la ventanilla y mira a las víctimas de la crisis calentándose en una
hoguera hecha en la calle, y se plantea cómo puede hacer películas
mientras la gente se muere de hambre en la vía pública.
Cuando uno llegaba a Hollywood negarse a permanecer en él era propio
de 'locas'. Su fracaso en el teatro por causas económicas la obligó a
volver a la meca del cine, pero su rebeldía la llevó a un sanatorio
psiquiátrico de la época, en el que las practicas eran poco científicas,
se hacinaban los enfermas, e incluso eran objeto de abusos sexuales. El
fin del proceso, igual que en Sutter Island, era la lobotomía transorbital. En este caso los médicos eran el doctor Symington,
primero, que aplicaba tratamientos farmacológicos con insulina y
electroshocks, y después el cirujano que separó del cerebro las
conexiones nerviosas y aisló los nervios que conducen la energía
emocional, cuyas consecuencias fueron la disminución de la creatividad y
la imaginación que inhibieron su voluntad y su rebeldía ,
procedimientos que acabaron convirtiéndola en una semi-autómata; ningún
Doctor Cawley veló por ella. Murió sola, como había vivido a los 56
años, después de ser paseada por las televisiones. La diferencia entre
ambos filmes, salvadas todas las barreras estilísticas y el lenguaje
cinematográfico empleado, es que Frances Farmer existió realmente.
A
los excesos de la industria cinematográfica del momento, que contaba
con periodistas destructivos como Louella Parsons, se unen un fracaso
matrimonial, una madre que no acepta a su hija como es, una mujer que
intenta cambiar el mundo, y la decepción por la traición del mundo del
teatro que llevado por el pragmatismo no duda en dejarla en la cuneta
por una actriz con recursos económicos en un momento de crisis. Los
pobres, los mendigos y los desesperados no son invisibles; las fotos de
Lenin decoran las habitaciones. No quería ser un estrella como cualquier
otra. Hollywood decidió quebrantarla, reza la carátula del DVD. El
alcohol y las pastillas hicieron el resto.
Jessica Lange
desempeña el papel de Frances con mucha dignidad y en la última
secuencia representa a la nueva Frances surgida del quirófano. El
periodista Harry Lloyd fue el único que la quiso de verdad.
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