Paradise. Boris Kunz. Crítica.

 





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Ya desde los primeros veinte minutos de desarrollo de este relato diabólico de compra-venta de años de vida, un intercambio perverso en el que los más jóvenes, en situación precaria, que como Sancho, el escudero de Don Quijote, contemplan todos los placeres que ofrece la vida en su tiempo, presidido por el cuerno de la abundancia en las mesas de los poderosos, pero no pueden acceder a ninguno de ellos, y son tentados para ceder a los más ricos, a ese 1% que controla el 99% de la riqueza, parte de su vida en un comercio infernal, sometidos al tormento de Tántalo. Coloquios recientes han dado a conocer la esperanza de vida de los cuasi adolescentes que se ven involucrados en el negocio de sustancias que les permiten gozar de la parte alicuota de ese bienestar en un mundo paralelo: entre 21 y 23 años. Al negocio de sustancias tóxicas se une, en los últimos tiempos, la expansión del juego, que no tiene relación con el 'ludus' latino, nombre con el se designaba a las escuelas en Roma. La premura del tiempo, la necesidad de acceder a una parte del pastel se impone a la adquisición del conocimiento necesario para sobrevivir.

Max (Kostja Ullman) vive irreflexivamente su presente, e incluso involucra a sus seres queridos en el acceso a esta trampa mortal, en la que el ser humano consume de forma precipitada las energías de la juventud por un miserable aumento de 1000 euros y un bonus (término muy de moda) de 35,000 anuales. Una miseria con la que vende lo más preciado que tiene el hombre: su vida. Muchas veces hemos alertado acerca de que, si el hombre fuera inmortal, la igualdad estaría garantizada. Pero no lo es, y el fondo y la forma del relato, en tonos fríos e inanes, se encargan de recordarlo. Una metáfora muy poderosa, en la que el teléfono móvil, que favorece el acceso a la sociedad del conocimiento, aunque sea cuantitativo (Marshall McLuhan se encarga de demostrar que nada ni nadie pueda evitar que en un momento determinado las masas den un salto cualitativo y opten por la calidad de las ofertas culturales),  funciona como  la temible caja de trovadores para los pequeños nobles que protagonizan 'Los Visitantes', dirigida por Jean Marie Pouré,  (1998), al frente de los que se sitúa el afamado actor francés Jean Reno, que veía la televisión como un instrumento mágico.

El film es interesante y está muy bien narrado, con actuaciones importantes. Una distopía repleta de metáforas sobre  las formas que tiene la sociedad en que vivimos de camuflar actuaciones dolosas, y en la que el protagonista principal es la pérdida de la inocencia. El film es duro, muy alemán, y deja poco espacio para la contemplación, lo que quizá explica la escasa aceptación de un público que no está dispuesto a aceptar el hecho de que comprar la vida de una persona es lo mismo que quitársela, parafraseando al protagonista masculino, una realidad en la que los que trafican con el derecho de los seres humanos a su dignidad sobreviven porque siempre tiene a mano un chaleco salvavidas, y que denuncia la débil línea que separa lo legal de lo ilegal e ilegítimo. 

Las críticas son con frecuencia no coincidentes, sino fuertemente encontradas. Elegimos dos ejemplos: uno de John Serba (Decider) que habla de un concepto decente frente a una ejecución pésima; otro de  Lori C (Ready Steady Cut )  que afirma, sin embargo, que estamos ante un  thriller distópico sólido y absorbente. Unos criterios enfrentados que satisfacen a todos los públicos, ante un discurso, que nos llega ahora desde Alemania, que utiliza un gran metáfora, la construye con un desplazamiento del lenguaje hacia el género de ciencia-ficción, y nos apela para que reflexionemos sobre la forma en que los poderosos se sirven de la vida de jóvenes sin recursos (en la primera imagen, que funciona como preámbulo, en la que el texto formula su tesis, Max intenta comprar 15 años de vida de un joven desgraciado de 18 años, hijo de emigrantes en Alemania por 700.000 euros), seres humanos influyentes, en este caso una mujer, que siempre sobreviven porque están muy protegidos por el marco legal en que actúan, emblematizado por un chaleco salvavidas en un contexto en el que mueren aquellos que la protegen. Boris Kunz no se priva de hacer una acusación importante, narrada de forma fría y lejana, un recurso de extrañamiento muy alemán, - no olvidemos que Kafka era eslavo, nacido en Praga, y escritor en lengua alemana -, que anima a los espectadores a hacerse preguntas y contestarlas, cada uno de acuerdo con su idiosincrasia y sensibilidad.



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