Colette. (2018). Crítica
Ficha técnica, sinopsis, lo que se dijo (Pinchad aquí)
Crítica:
Wash Westmoreland aborda en solitario la biografía de Sidonie Gabrielle Colette, un retrato idealizado de una mujer adelantada a su tiempo, el emblema de una actitud 'permitida' a la élite intelectual francesa de finales del siglo XIX y principios del XX, que vivió de acuerdo con las actuales teorías queer, que sostienen que los géneros, la orientaciones y la identidad sexual son constructos que no forman parte de la esencia del ser humano. La cuestión reside en que en la época que focaliza el realizador británico la libertad de expresión era privilegio de unos pocos . En 1973 Paul Verlaine fue condenado a dos años de cárcel por su relación con el joven Arthur Rimbaud, una situación que acabó con la carrera literaria de ambos y no la propulsó como ocurrió con Colette.
Autor de 'Siempre Alice', Westmoreland emprende en solitario el biopic de la autora de personajes como 'Claudine' y 'Gigi', unas novelitas muy populares que le llevaron a las puertas del Premio Nobel en 1948. Y lo hace tras la muerte de su marido, Richard Glatzer, con el que hizo la inolvidable 'Siempre Alice' (2014), protagonizada por otra mujer emblemática, Julianne Moore, que interpreta a una profesora que a los 50 años pierde la memoria a causa del Altzheimer. En este biopic, el cineasta parece más interesado en introducir el mensaje que nuclea la que comienza a llamarse 'cuarta ola del feminismo' sin ruidos, sin barreras que impidan que el mensaje llegue con nitidez, y opta por una puesta en escena convencional y académica, sin el riesgo de la innovación que pudiera acompañar a un subtexto de vanguardia. Esta es la razón por la que, si complace a ciertos sectores del público por la placidez del relato, en el que ni los momentos álgidos son duros, lo remueve en su asiento por la proliferación de imágenes que rompen con las convenciones de género. La crítica sale sin reparos de los labios de la burguesía, dotada de ese encanto que le atribuyó Buñuel, que se desvía de cualquiera de estas cuestiones y centra su análisis en aspectos secundarios como la duración del film, o la idoneidad del director para dirigir a la frágil Keira Knightley.
* en 'La conquista de una identidad', Jordi Costa. Diario 'El País, 13 de Noviembre de 2018
Si dirigió el film en solitario, lo co-escribió con Richard Glatzer todavía vivo, y con Rebecca Lenkiewicz,contando para su adaptación a la gran pantalla con quien ha sido llamada la 'reina de Sundance', que sentó las bases de su carrera gracias a su participación en la saga de Stars Wars, Episode I, The Phantom Menace, y ha sido musa de directores como Joe Wright, ha participado en sagas como 'Piratas del Caribe', trabajado con realizadores como Tony Scott , y desempeñado papeles durísimos en películas como 'Nunca me abandones' de Mark Romanek (2010).
Muchos críticos expresan sus prevenciones sobre el biopic, hoy tan de moda, basándose en 'Un mundo aparte. 50 versiones sobre la creación cinematográfica' de Raúl Cornejo,* que recoge las reservas del cineasta David Cronenberg, un director muy crítico con nuevas formas de expresión como el índie', que, quizá supo ver, como otros, que en el género dramático que aborda la biografía de un hombre o una mujer célebre por cualquier causa, el lector-espectador va a buscar la autenticidad de los datos que maneja el escritor, anteponiendo esta circunstancia a la capacidad del artista de dar forma a su imaginación y desarrollar un magistral foreground, que, en demasiadas ocasiones es casi lo único que interesa a un público no experto en el proceso de creación de una ficción, especialmente cuando, como en este caso, no se presta atención al mundo en el que Colette y su marido y principal mentor, Henry Gauthier - Villars, vivieron . No se puede negar, no obstante, que Keira Knighley intenta sacar el máximo provecho de esta circunstancia y hacer de Colette un constructo liberal que la aproxima al actual, y que no duda en sacar provecho del curioso peinado que, en teoría, representaba a Claudine, recreación arquetípica de la autora, por muy ridículo que pareciera. O precisamente por ello.
Este detalle no es insignificante y muestra, mejor que nada, la férrea voluntad de Keira Nighley/ Collete de dejar de ser Sidonie Gabrielle Colett y la actriz que la representa, que el espectador asocia con su personaje (El espectador y el lenguaje, Ortega y Gasset), para ser simplemente 'Colette', un personaje que se ha forjado en el imaginario popular, partiendo de otro ficticio mainstream de la época, y que recibe un estímulo definitivo en la formación de su propio icono cuando, al decidir junto a su marido adaptar el personaje al teatro, aparece una musa del universo intelectual parisino nocturno, superficial y provocativo, transportada en unas andas, como una diosa, por cuatro hombres fornidos y musculosos, y vestida como una colegiala con un peinado ridículo. Gabrielle no se arruga y adopta vestido y peinado, doblegando a las clases altas parisinas y sometiéndolas a sus caprichos. Cuando se vista de hombre ya tendrá el camino trillado, una mujer que se presentó en sociedad, acompañada de su prestigioso marido, con el mismo vestido que llevaba habitualmente en la casa de campo de sus padres. Había entendido el mensaje que Martin Scorsese pone en boca de la esposa de su personaje Jordan Belfort,interpretado por Leonardo DiCaprio, protagonista de 'El Lobo de Wall Street': No hay publicidad mala, solo publicidad, algo que entendió hace ya mucho tiempo Sidonie Gabrielle Colette.
De este modo es la fuerza interpretativa de la actriz, su elegante vis cómica, la que salva un film, que, si bien no carece de un background potente, no está bien contextualizado y resta validez al discurso de un director comprometido como Westmoreland, que, si tenía la pretensión de convertirlo en universal, no lo consigue, al situar todas las excentricidades en una clase privilegiada de finales del XIX y principios del XX, muy liberal en medio de múltiples contradicciones que mantuvieron a las mujeres y a muchos hombres que no aceptaban el constructo de género dominante, sometidos a dolorosas marginaciones, cuando no encarcelados y, aún hoy día, ellas lapidadas y ejecutadas. Tampoco profundiza en los betsellers que escribió la mujer, adobados aquí y allá con ciertas picardias impuestas por el supuesto autor, Willy, en realidad su marido.
Dice Peter Debruge (Variety) que :"A pesar de la romantización que hacemos habitualmente de la Belle Époque de Paris, la Ciudad de la Luz no fue tan ilustrada en lo que respecta a los derechos de las mujeres a principios del siglo XX. Su fortuna casi siempre dependía de la institución del matrimonio, o, por el contrario, era "custodiada" por los hombres. A las mujeres se les prohibió usar pantalones y podían ser arrestadas si eran vistas en público vestidas con ropa de hombre, como demostró la escritora que se escondía tras el seudónimo de "George Sand". Se desalentó a las féminas de escribir y publicar, al menos bajo sus propios nombres." La fuerza de Colette residía en que era el alter ego de Henry, la verdadera creadora de su literatura y la que sostenía con sus ingresos la vida licenciosa del marido; esto no sólo le dio cierta libertad, consentida por un hombre que aprovechaba las deslealtades, -si se pueden llamar así -, de su esposa para tomarse sus propias libertades, sino provocar a la sociedad en bloque con sus apariciones en obras de teatro y music halls escandalosos, al principio acompañada en el escenario con su amante permanente, un noble transgénero muy acaudalado, que hacía tiempo que había abandonado las convenciones de la sociedad de su tiempo.
Todo un reto a las 'buenas costumbres', incluso las actuales, que subordina la creatividad cinematográfica de un cineasta conservador en las formas.
Muchos críticos expresan sus prevenciones sobre el biopic, hoy tan de moda, basándose en 'Un mundo aparte. 50 versiones sobre la creación cinematográfica' de Raúl Cornejo,* que recoge las reservas del cineasta David Cronenberg, un director muy crítico con nuevas formas de expresión como el índie', que, quizá supo ver, como otros, que en el género dramático que aborda la biografía de un hombre o una mujer célebre por cualquier causa, el lector-espectador va a buscar la autenticidad de los datos que maneja el escritor, anteponiendo esta circunstancia a la capacidad del artista de dar forma a su imaginación y desarrollar un magistral foreground, que, en demasiadas ocasiones es casi lo único que interesa a un público no experto en el proceso de creación de una ficción, especialmente cuando, como en este caso, no se presta atención al mundo en el que Colette y su marido y principal mentor, Henry Gauthier - Villars, vivieron . No se puede negar, no obstante, que Keira Knighley intenta sacar el máximo provecho de esta circunstancia y hacer de Colette un constructo liberal que la aproxima al actual, y que no duda en sacar provecho del curioso peinado que, en teoría, representaba a Claudine, recreación arquetípica de la autora, por muy ridículo que pareciera. O precisamente por ello.
Este detalle no es insignificante y muestra, mejor que nada, la férrea voluntad de Keira Nighley/ Collete de dejar de ser Sidonie Gabrielle Colett y la actriz que la representa, que el espectador asocia con su personaje (El espectador y el lenguaje, Ortega y Gasset), para ser simplemente 'Colette', un personaje que se ha forjado en el imaginario popular, partiendo de otro ficticio mainstream de la época, y que recibe un estímulo definitivo en la formación de su propio icono cuando, al decidir junto a su marido adaptar el personaje al teatro, aparece una musa del universo intelectual parisino nocturno, superficial y provocativo, transportada en unas andas, como una diosa, por cuatro hombres fornidos y musculosos, y vestida como una colegiala con un peinado ridículo. Gabrielle no se arruga y adopta vestido y peinado, doblegando a las clases altas parisinas y sometiéndolas a sus caprichos. Cuando se vista de hombre ya tendrá el camino trillado, una mujer que se presentó en sociedad, acompañada de su prestigioso marido, con el mismo vestido que llevaba habitualmente en la casa de campo de sus padres. Había entendido el mensaje que Martin Scorsese pone en boca de la esposa de su personaje Jordan Belfort,interpretado por Leonardo DiCaprio, protagonista de 'El Lobo de Wall Street': No hay publicidad mala, solo publicidad, algo que entendió hace ya mucho tiempo Sidonie Gabrielle Colette.
De este modo es la fuerza interpretativa de la actriz, su elegante vis cómica, la que salva un film, que, si bien no carece de un background potente, no está bien contextualizado y resta validez al discurso de un director comprometido como Westmoreland, que, si tenía la pretensión de convertirlo en universal, no lo consigue, al situar todas las excentricidades en una clase privilegiada de finales del XIX y principios del XX, muy liberal en medio de múltiples contradicciones que mantuvieron a las mujeres y a muchos hombres que no aceptaban el constructo de género dominante, sometidos a dolorosas marginaciones, cuando no encarcelados y, aún hoy día, ellas lapidadas y ejecutadas. Tampoco profundiza en los betsellers que escribió la mujer, adobados aquí y allá con ciertas picardias impuestas por el supuesto autor, Willy, en realidad su marido.
Dice Peter Debruge (Variety) que :"A pesar de la romantización que hacemos habitualmente de la Belle Époque de Paris, la Ciudad de la Luz no fue tan ilustrada en lo que respecta a los derechos de las mujeres a principios del siglo XX. Su fortuna casi siempre dependía de la institución del matrimonio, o, por el contrario, era "custodiada" por los hombres. A las mujeres se les prohibió usar pantalones y podían ser arrestadas si eran vistas en público vestidas con ropa de hombre, como demostró la escritora que se escondía tras el seudónimo de "George Sand". Se desalentó a las féminas de escribir y publicar, al menos bajo sus propios nombres." La fuerza de Colette residía en que era el alter ego de Henry, la verdadera creadora de su literatura y la que sostenía con sus ingresos la vida licenciosa del marido; esto no sólo le dio cierta libertad, consentida por un hombre que aprovechaba las deslealtades, -si se pueden llamar así -, de su esposa para tomarse sus propias libertades, sino provocar a la sociedad en bloque con sus apariciones en obras de teatro y music halls escandalosos, al principio acompañada en el escenario con su amante permanente, un noble transgénero muy acaudalado, que hacía tiempo que había abandonado las convenciones de la sociedad de su tiempo.
Todo un reto a las 'buenas costumbres', incluso las actuales, que subordina la creatividad cinematográfica de un cineasta conservador en las formas.
* en 'La conquista de una identidad', Jordi Costa. Diario 'El País, 13 de Noviembre de 2018
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