Cafarnaúm.Nadine Labaki. Crítica
QUIERO DEMANDAR A MIS PADRES POR HABERME TRAÍDO AL MUNDO
Ficha técnica, sinopsis, lo que se dice (Pinchad aquí)
Nadine Labaki construye un discurso muy inteligente, dejando sin coartada cualquier acusación de buenismo o mirada convencional hacia cómo viven los niños en estados fallidos, azotados por guerras quasi permanentes, con indiferencia de que sean aborígenes o migrantes, cruzando dos historias, la de un niño nacido en el lugar en el que se sitúa la historia, y una migrante etíope. El título no es inocente, sino que lleva una carga de veneno importante: Cafarnaúm es el nombre de un antiguo poblado pesquero de Galilea, que en el tiempo del relato no existe, y pasa a designar a todos aquellos lugares en los que, no sólo las guerras, sino la pobreza y la miseria se ceban sobre los más débiles, los niños, víctimas de matrimonios precoces de las niñas, vendidas a hombres mayores tan pronto tienen su primera regla y están en condiciones de poder engendrar hijos, que por un lado acaba con sus aspiraciones a recibir una buena educación y caminar hacia su independencia económica, y por otro pone en riesgo su propia vida.Y esto ocurre en la ciudad de Jesús, donde se ubican algunos de sus milagros y predicaciones. Hombres y mujeres indocumentados en el país en el que han nacido, protagonizan episodios de gran crudeza, como la ocultación de la primera menstruación de las niñas por parte de los hijos de un matrimonio que no tiene otra forma de entretenerse que traer hijos al mundo, de los que la sociedad se desentiende, las ventajas de ir al colegio para poder comer y llevar alimentos a casa para que lo haga el resto de la familia...
Frente a ellos, Rahil (Yordanos Shifera), es una joven etíope, que, a diferencia de los padres de Zain (Zain Al Rafeea ), unos desgraciados sin formación ni estímulos, que no se despegan de la miseria, tiene un trabajo-basura, que le permite disfrutar de una ratonera donde esconder a su hijo, amenazado por los secuestradores de niños para la venta a occidentales, que protagoniza historias de una rudeza y crueldad difícil de igualar. Nadine Labaki dota a su discurso de esa potente plasticidad de la miseria, en la que la materia, la imagen povera, se impone a la forma con una estética distópica anti-humana. Un film-antibiótico que permite al aldeano despreocupado del primer mundo, de que hablaba Marshall McLuhan, atribuir tanta desgracia a la incapacidad de estos pueblos, y tranquilizar su conciencia con unas cuantas monedas, sin percatarse de que estas tragedias ocurren también al lado de su casa, una situación de la que alertan las encuestas que cuentan por millones el número de compatriotas que se encuentran en el umbral de la pobreza extrema, en un momento en el que se desmorona la socialdemocracia europea y con ella el estado del bienestar.
No deja de ser llamativa la forma en la que el cine ha ido imponiendo sus propios iconos al tiempo que va reduciendo la presencia de los mitos clásicos. Zain habla con la misma normalidad que otro niños de cualquier parte del mundo de héroes como Rambo y superhéroes como Spider-Man, lo que revela la colonización cultural que ejerce el todavía gran imperio mundial que ejercen los Estados Unidos y la Europa desarrollada. Los niños de Cafarnaúm sueñan con huir de su país y refugiarse en países como Suecia, confundiéndose con quienes huyen de zonas de guerra. Un film duro que tiene la virtud de ampliar nuestro conocimiento sobre las condiciones de vida de aquellos que se designan con un término que parecía haber caído del diccionario: pobre, indigente, que ha empujado a la filósofa Adela Cortina a añadir un nuevo concepto para definir el rechazo al pobre, cada vez más extendido: aporofobia.
Frente a ellos, Rahil (Yordanos Shifera), es una joven etíope, que, a diferencia de los padres de Zain (Zain Al Rafeea ), unos desgraciados sin formación ni estímulos, que no se despegan de la miseria, tiene un trabajo-basura, que le permite disfrutar de una ratonera donde esconder a su hijo, amenazado por los secuestradores de niños para la venta a occidentales, que protagoniza historias de una rudeza y crueldad difícil de igualar. Nadine Labaki dota a su discurso de esa potente plasticidad de la miseria, en la que la materia, la imagen povera, se impone a la forma con una estética distópica anti-humana. Un film-antibiótico que permite al aldeano despreocupado del primer mundo, de que hablaba Marshall McLuhan, atribuir tanta desgracia a la incapacidad de estos pueblos, y tranquilizar su conciencia con unas cuantas monedas, sin percatarse de que estas tragedias ocurren también al lado de su casa, una situación de la que alertan las encuestas que cuentan por millones el número de compatriotas que se encuentran en el umbral de la pobreza extrema, en un momento en el que se desmorona la socialdemocracia europea y con ella el estado del bienestar.
No deja de ser llamativa la forma en la que el cine ha ido imponiendo sus propios iconos al tiempo que va reduciendo la presencia de los mitos clásicos. Zain habla con la misma normalidad que otro niños de cualquier parte del mundo de héroes como Rambo y superhéroes como Spider-Man, lo que revela la colonización cultural que ejerce el todavía gran imperio mundial que ejercen los Estados Unidos y la Europa desarrollada. Los niños de Cafarnaúm sueñan con huir de su país y refugiarse en países como Suecia, confundiéndose con quienes huyen de zonas de guerra. Un film duro que tiene la virtud de ampliar nuestro conocimiento sobre las condiciones de vida de aquellos que se designan con un término que parecía haber caído del diccionario: pobre, indigente, que ha empujado a la filósofa Adela Cortina a añadir un nuevo concepto para definir el rechazo al pobre, cada vez más extendido: aporofobia.
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