El declive del imperio americano. Denys Arcand. Crítica
EL PODER DE LA VÍCTIMA
Ficha técnica, sinopsis, lo que se dice (Pinchad aquí).
Crítica:
La virtud del intelectual, un sustantivo interpretado en su sentido genuino,- el que usa el intelecto y no la fuerza física para enfrentarse a la vida - , no tanto el que forma parte de un grupo de élite, por muy leída que sea, aunque pueda potenciar su capacidad con la formación adquirida escuchando o leyendo a otros, es poder llegar a las reflexiones a las que llega Denys Arcand, que, sin perder de vista el contexto en el que ubica sus historias, la sociedad ilustrada norteamericana o canadiense, sin perder de vista la quebequense, señala el sexismo de la gente de su círculo, -profesores de universidad, y otros profesionales liberales incluidas las mujeres-, que se materializa en el hecho de que los hombres, cuando se reúnen para disfrutar del placer de la mesa, hablan de mujeres, y las mujeres, cuando se socializan con otras mujeres, hablan de hombres. En unas conversaciones y otras se abandona todo tipo de hipocresía, y, como si la cámara los hubiera pillado desprevenidos en un reclamo, los dos grupos hablan sin reservas, de la atracción que sienten por las alumnas, ellos, y del temor que sienten ellas a disfrutar de un placer deseado como el bondage, siendo conscientes del poder que les da el papel de víctimas, Algunos escritos de feministas académicas contemplan este aspecto que Arcand representó ante las cámaras en 1986. El cineasta francófono no deja pasar la ocasión de quejarse de la hipocresía de una colectividad que habla de moral, cuando en realidad está haciendo exhibición de número (tres cosas importan más que nada, dice Remy a sus alumnos: primero el número, segundo el número, y tercero el número. Los francófonos representan algo más de un 10% de Canadá, una realidad muy compleja para quien no conoce ni de lejos la población de este potente estado que da síntomas de envejecimiento y que muestra en sus calles, repletas de inuits, -personas procedentes de las regiones árticas-, e indios americanos, las nuevas 'invasiones bárbaras' de que habla Arcand, y que muestra en sus películas).
"La única certeza que nos queda es la capacidad de actuar de nuestro cuerpo" (Ludwig Wittgenstein, filósofo de origen austriaco, referente de Arcand, al que cita en sus películas), afirman ellos; ellas, mama sugars, tienen conversaciones muy similares en las que el objeto de su ironía son los atributos sexuales masculinos, unas mujeres muy conscientes del lugar que ocupan y la libertad de que gozan; "No me escuches, tócame', dice la más libre del grupo, la soltera, por cuya cama han pasado todos, incluidos los maridos de sus 'amigas'. Arcand, como otros realizadores, entre ellos Richard Linklater y el gran maestro de los monólogos, procedente de 'El club de la comedia', Woody Allen, basan gran parte de su fascinación en la conversación que mantienen los personajes ante las cámaras, mientras deambulan, sin conocer la quietud, de un lado a otro del encuadre, contraponiendo el plano protagonizado por los hombres, con los que empieza el film, al contraplano de las mujeres, cultas como ellos, pero muchas de ellas dependientes, ya que frustaron sus carreras al casarse y tener hijos, lo que las margina al lugar de las clases particulares o el penenazgo (profesoras no numerarias), por lo que dedican gran parte de su tiempo a conservar su cuerpo en el gimnasio o en la práctica de deportes que no exigen gran esfuerzo; la soltera admite que si no hay un hombre o una mujer en su vida desparece la líbido. La conversación entre ellas no está exenta de temas que en nuestro país serían espinosos y como consecuencia obviados; ellos y ellas señalan las diferencias entre las fantasías y la sensibilidad femeninas y masculinas, situando en un terreno intermedio al homosexual del grupo, que, sin quizá haberlo confirmado, se encuentra en la hora de las sombras, la antesala del alba, la hora de la muerte, en cuyo regazo busca refugio la mujer engañada y herida profundamente en su orgullo.
Un largo monólogo que precede al final, al desenlace de esta historia, contada mediante una sucesión de planos medios y algunos americanos, advierte al espectador, con unas imágenes de inspiración malikiana protagonizadas por una voz en off, como procedente de un arcángel que anuncia el Apocalipsis, que emana de una joven estudiante, amante de uno de los profesores, inscritas sobre un mar relajado, que, como los personajes de la ficción, se siente en los márgenes del imperio, de que todos debemos reflexionar sobre los abundantes signos del declive, que se suceden con una abrumadora evidencia, sin que nadie se moleste en relacionarlos (quizá porque el hombre se niega a aceptar su fin): el desprecio de las instituciones, especialmente de los políticos, por parte de la población, el descenso de la tasa de natalidad, el rechazo de los hombres a tomar las armas, la deuda nacional incontrolada, la disminución constante de las horas de trabajo, el aumento de funcionarios, el debilitamiento de las élites intelectuales... Una vez esfumado el sueño marxista-leninista, no queda ningún modelo de sociedad del que se podría decir que 'así nos gustaría vivir'. Lo mismo ocurre a nivel individual; en esta sociedad no puede surgir un místico o un santo; no existen modelos que nos sirvan de ejemplo, ya que estamos viviendo en un proceso de erosión de toda la existencia, tan inevitable como el envejecimiento de los individuos. Al final, como advierte uno de los protagonistas de 'Animales fantástico: Los crímenes de Grindelwald', David Yates (2018), Theseus Scarmander (Callum Turner), todos habremos de tomar partido, una afirmación que estremece cuando el mago tenebroso, Grindelwald, muestra imágenes del holocausto nazi. La joven, cuya voz alerta al espectador, le recuerda a su profesor, defensor de la tesis de Wittgenstein, formulada en su Tractatus Lógico-Philosóphicus, que influyó en el círculo de positivistas de Viena, de que"revolucionario será aquél que se pueda revolucionar a sí mismo". Es esta la línea ideológica que plantea en 'La decadencia del imperio americano', en la que quizá no sea tan naïf ni tan ingenuo el protagonista como los espectadores, que contemplan el fin de una forma de vida, enzarzados en planteamientos antiguos, sin pagar el precio que, a lo largo de la historia, han pagado los hombres en cada revolución tecnológica. Los mensajes que está lanzando el cine, sea cual sea el género en que se expresen los cineastas, son estremecedores. A sus 77 años, el cineasta quebequense hace un pronunciamiento confuso, preñado de pesimismo, a pesar del tono de comedia con tintes dramáticos de su relato.
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