Mi diario de liberación. Kim Suk-yoon, Park Hae-young. Crítica.


 


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Con frecuencia hablamos en este blog de las dos funciones del cine: abrir nuevas ventanas al mundo, un propósito de la Nouvelle Vague, y entretener, una consecución del cine norteamericano, además de hacernos entender otras formas de pensar, una diferente idiosincrasia,  y una forma distinta de estar en el mundo, que se extiende como la pólvora. De hecho los viejos europeos más antiamericanos mantienen un culto al cine más glamuroso, el que siguió a la Gran Depresión de 2029, hasta entrados los años 50 del siglo XX, crisis que, entonces no eran globales pero que costaban mucho de remontar. Algo que sucede ahora; sin que seamos conscientes han transcurrido más de 14 años desde la caída de Lehman Brothers el 15 septiembre de 2008 , que provocó la primera crisis económica global, seguida por la también primera pandemia global que padecemos. De hecho, en 2021, el realizador japonés Takahiro Miki hizo un film aterrador, Puerta al verano, (un título muy sugerente, al menos su traducción a un idioma europeo), cuyo protagonista, un joven que no puede soportar las consecuencias de la crisis inmobiliaria de su país de 1990, decide criogenizarse durante 30 años, para que los problemas lo pillen durmiendo. Si despierta en 2020, vuelve a pedir que lo congelen de nuevo otros treinta años, y quizá encuentra un mundo inhabitable al despertar.

La proliferación de cine de todo tipo, englobado en diferentes géneros, más o menos metafóricos  (Las metáforas sirven para pensar, afirma Carlos A.Scolaris en 'La Cultura Snack*), o con metáforas más o menos espectaculares, nos obliga a estar atentos  a todos los géneros, si no queremos perdernos algo. Ya no vale aplicar etiquetas como mainstream, blockbuster o ahora Netflix, para apartar, con su vade retro Satanás, al espectador de la seducción capitalista, porque la mayoría está abducida (este mes de diciembre con sus largos acueductos casi seguidos, ha sido una buena muestra de ello). Netflix, por ejemplo, ha abierto una ventana al mundo, la de las series coreanas (ya los centros educativos miraban con preocupación los informes PISA), las máximas representantes de su ola, la Hallyu, un cinéma verité bien realizado, mejor interpretado, y que sustituye como objeto visual de placer a la mujer por un hombre más sofisticado, y dotado de encantos que antes sólo se asignaba a las féminas, como lo que ellos llaman Aegyo, "una característica que está presente tanto en el lenguaje verbal como en la expresión corporal, y afecta a variables como la melodía, el tono, las inflexiones de la voz, los gestos de las manos, las expresiones faciales (voz dulce y aniñada, gestos tiernos que transmiten inocencia y pureza, miradas tímidas y a la vez juguetonas...) " **, unas cualidades con las que se dotaba a iconos como Marilyn Monroe (la come-hombres ingenua e inocente), o la aniñada Audrey Hepburn, y  de las que hoy son portadores muchos idols coreanos y chinos, entre ellos Cha Eun-Woo y, en menor medida, Lee Min-hoo.

Estas series militan en un cinéma verité, en los que el romance tiene más o menos peso según el background del texto cinematográfico. 'Mi diario de liberación' supone la exaltación de lo cotidiano, se mueve entre el conservadurismo del mundo rural y la modernidad que albergan los grandes edificios de Séul, donde residen las sedes de los grandes chaebols coreanos, conglomerados de empresas de carácter diferente. Cada episodio está atravesado al menos dos veces, una por la mañana y otra al anochecer, por un metro (¿tren o metro?; hay una discusión entre las chicas de la oficina, las citadinas, sobre cómo llamarlo, si bien la chica que hace el trayecto todos los días sabe que apenas sale de la estación funciona en la superficie y no por un túnel). El mismo cartel del film, que sitúa en primer plano a un joven que no aparece en la serie, mientras nos muestra ante la puerta del metro/tren a los tres hermanos protagonistas, nos ofrece indicios suficientes para saber que estos personajes no son más que arquetipos de la vida real. La ola coreana se diferencia de la francesa en que desciende a tierra; sus protagonistas femeninas no son como las del elitista Antonioni (cartel de Blow-up), que según denuncia Straub coqueteo con Goebbels, mientras Fritz Lang huyó de Alemania la misma noche en la que el ministro de Hitler le ofreció dirigir el cine de su país. No son sugerentes ni seductoras, y mucho menos iconos sexuales, como las de Godard. Son mujeres reales que se esfuerzan, trabajan dentro y fuera de casa y se erigen, eso sí en arquetipos de las mujeres coreanas de hoy, las más jóvenes, y las de ayer , las de mayor edad.

A diferencia de otros k-dramas, el romance está menos presente, pesa menos, a pesar de estar protagonizada por tres jóvenes, dos chicos y una chica, que no logran independizarse y viven en el hogar paterno, dirigido por un padre que regenta una pequeña empresa de fabricación fregaderos. según la traducción, aunque las imágenes son confusas (vemos al padre y a Gu cortar madera y ensamblarla), cultiva sus campos y recoge las cosechas con la ayuda de toda su familia. No tienen coche y viven en una zona de campo, circundada de vegetación, con caminos que los jóvenes atraviesan al anochecer, cuando han terminado su jornada laboral y han compartido unas copas con los amigos. En este clima tranquilo, que nos aleja de otras series, hay un personaje que anima la narración, un hombre ambiguo, que trabaja gratis para la familia, un ser que huye de algo que iremos conociendo a través de los 16 capítulos, lánguido, de mirada soñadora y sonrisa enigmática que se convierte en contrapunto de un medio en el que nunca pasa nada relevante y las puertas de las casas son accesibles a cualquiera que pasa por los caminos. Como es habitual en las series de la nueva ola coreana, la violencia y el sexo, así como el consumo de drogas, no se produce dentro de campo, ni contribuye a crear la atmósfera de la diégesis. En más de 16 horas de filmación apenas vemos algún beso y alguna refriega. Nada que altere la paz y la tranquilidad del devenir en un enclave rural. Corea, e incluso Seúl, son una de las zonas del mundo más seguras. Sin embargo, el extraño, portador de una especie de Aegyo, que consiste en su caso en una perpetua languidez, una mirada sonriente y de apariencia inocente que se dirige siempre al horizonte, y lo hace muy diferente a los demás, contribuye a crear un halo romántico y de misterio que anima el relato.

Corea del Sur nos muestra en esta ocasión que todo el país no es Seúl y como hemos podido advertir en otros títulos como 'El amor no es como el cha-cha-chá'; hay una extensa zona rural, no despoblada, ya que casi cincuenta y dos millones de habitantes se concentran en  un poco más de 100 000 km2, aunque su forma de vida, su indumentaria (es muy diferente el look de la madre que siempre está trabajando en casa. en medio de la naturaleza, al de las hijas que trabajan en la capital) y sus costumbres son también muy diferentes. La progenitora de los tres jóvenes protagonistas no es ni siquiera una Ahjumma, una señora, en el sentido peyorativo del término,  que se olvida de su juventud, se excede en el peso, viste  ropas estampadas y se hace una permanente standard que caracteriza a las 'señoras' de clase baja de casi todo el mundo. Es una mujer que está entre el campo y la pequeña empresa, y se ocupa de que su familia, las únicas personas con las que tiene relación (igual que su reservado marido) ,  goce de todas las comodidades cuando vuelva a casa. Una mujer activa que trabaja fuera y dentro del hogar , lo que la sitúa al margen de muchas clasificaciones a que estamos acostumbrados y la convierte en una señora en el sentido más excelso de la palabra. Uno de los personajes más bonitos y bien diseñados de esta magnífica serie.

Con estos sencillos mimbres, Kim Suk-yoon, Park Hae-young construyen una historia que te mantiene atento a la pantalla durante muchas horas y que contribuye a romper con arquetipos falsos y a conocer no solo la Corea del desarrollo económico y cultural, de la que es símbolo Séul, sino la rural, en la que también ha entrado la modernidad y en la que muchos trabajadores urbanos practican lo que los alemanes llaman barbecho industrial: el cultivo y cuidado de sus campos y la recogida de la cosecha en zonas que probablemente serán ocupadas por las poblaciones urbanas que avanzan y que obliga a sus propietarios a hacer compatible con trabajos industriales; unos citadinos compran las tierras contiguas y se establece una rivalidad con los aldeanos de perversas consecuencias. El trabajo agrícola consume el tiempo libre en muchos trabajadores de la urbe, especialmente cuando llega el momento de recoger los frutos de la tierra. Muy recomendable para aquellos espectadores que, además de disfrutar, quieren conocer a los pueblos, no sólo en las guerras y en los conflictos, sino en su cotidianidad.









** Corea en 100 palabras. Beatriz Vera Posck. Quaterni


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